miércoles, 24 de julio de 2013

Everything in its right place

¿Quién tiene el derecho de declarar a alguien demente? ¿Qué es la cordura? ¿Qué es la razón?

La razón está dada por cierto número de parámetros que fueron decididos por la humanidad en lo que se llama “consenso social”. Algunos hablan de un Dios, la palabra de Dios y sus mandamientos, del hecho de regirse bajo sus parámetros. ¿Qué es Dios? ¿Quién lo ha visto o charlado con él? Y lo más importante, ¿quién dice que no es él el demente? Nos hizo a su semejanza después de todo.  

Esta historia trata de alguien que va contra los parámetros de la sociedad, por lo tanto voy a llamarlo “demente”, pero tengan claro en todo momento que no voy a juzgarlo, porque creo en su desquiciado buen juicio. El bien y el mal son tan intangibles, que dudo que cualquiera de los dos exista.

!!No menores de 18 años!!





XXX

Nunca sabrán cada uno de los detalles, nunca conocerán la verdad, porque es tan relativa: la verdad absoluta no existe. Voy a llamar a mi personaje Pablo, pero por supuesto, no me crean o créanme, de aquí en más eso sólo será su decisión.




                El pequeño Pablo nació como todos, de entre las piernas de su mamá, un día muy soleado. Pese a ser el inicio de la temporada de verano ya lucían extravagantes titulares en los periódicos anunciándola como la más calurosa en una década completa o quizás más. Hombres, mujeres y niños salían abarrotados de crema bloqueadora para repeler los fuertes rayos del sol, tratando de evitar las horas de mayor emisión de luz ultravioleta que se decía era entre la 1 y las 2 de la tarde. Cuando el astro se alzaba glorioso sobre toda la capital, justamente a esa hora, Pablo salió al mundo, entre fluidos de su madre y la transpiración reinante en el ambiente. Nacer en un clima particularmente cálido no debería afectar a nadie, por lo que excluiremos al sol de toda culpa por el insano comportamiento de Pablo.
Pablo nació en una familia de 4 integrantes: un padre, una madre y su hermana mayor, Emilie. Su mente siempre funcionó diferente a la del resto, nunca supo jugar con sus juguetes, por lo que los desplazaba a los lados en cuanto le quitaban la vista de encima; tampoco sonreía, como si hubiese nacido en un constante estado de depresión severa. No tenía problemas con sus padres, porque después de unos años dejaron de prestarle cualquier atención, permitiéndole hacer a su antojo: evadiendo conversaciones profundas o muy prolongadas.
En la escuela nadie se juntaba con él, los niños notaban en su comportamiento intensamente metódico que no era normal, que era diferente a ellos y recelosos del extraño ser que era lo observaban de lejos, gastándole bromas pesadas a las que Pablo no respondía y aquello aumentaba el miedo, el rechazo y el odio hacia su persona. Solían dejarle animales muertos en su puesto o simplemente desperdicios como comida caducada. Su bolso, libros y cuadernos estaban rayados de principio a fin, cargados de palabras de odio y dibujos infantiles de carácter sanguinario. El acoso escolar se prolongó por años, pero pese a ello llegó a ser un adolescente. A sus 15 años, Pablo gozaba de buena estatura, tan delgado como su madre había sido en su juventud y adquiriendo sus mismos rasgos finos, mientras que el cabello castaño claro y sus ojos verdes eran herencia de su padre. Su aspecto físico hería profundamente a su hermana mayor quien poseía menor belleza exterior, su parte de la herencia genética era una mezcla que le daba el cabello negro y ojos café; parecía un esqueleto caminante en el combate interminable de toda mujer contra los kilos de más, sin embargo en su caso era una obsesión extrema, ya que aún teniendo los huesos de sus vertebras rozándole la ropa no era capaz de darse cuenta de lo delgada que era.



                Pablo llegaba de la escuela y de forma mecánica subía a su habitación, abría el pequeño cajón de su escritorio y sacaba una hoja de afeitar, la olfateaba tratando de sentir el olor de la sangre entrando en sus fosas nasales, entonces se paraba frente al espejo de cuerpo completo, aquél había sido su única petición en ese cuarto enorme de color blanco. Las paredes completamente desnudas, así como las sábanas y demás eran blancas; al lado de la cama una pequeña cómoda de madera con un libro en su superficie que se titulaba “Psicoanálisis del arte” de Sigmund Freud, llevaba en esa misma posición más de 3 años después de que lo comprara sin motivo alguno, quizás para aparentar que seguía siendo alguien en el mundo y que su dinero valía tanto como el de los otros humanos. A los pies de la cama, pegado al otro extremo de la habitación había un pequeño estante con algunos discos que conservaba en envases sellados de plástico impidiendo así la acumulación de polvo en ellos; su ropa estaba en un clóset medio metro más allá de los CDs, cerca de la puerta, se trataba de un mueble de madera barnizado en color caoba. El suelo pulcro hasta la anormalidad estaba alfombrado de color azul oscuro.
Después de oler la sangre se quitaba la parte de arriba del conjunto que llevaba y de pie frente al inmenso espejo se dibujaba con gracia figuras geométricas sobre el estómago; el goce que le producía el sentir el dolor punzante en la piel le excitaba; el dolor le gustaba, lo descubrió la vez que sus compañeros se ensañaron tanto con él que le hicieron volar algunos dientes de leche a patadas en el suelo, esa simple imagen de sus dientes, las encías rotas y el exquisito sabor a óxido en su lengua le supuso su primera concepción de existencia en el universo.
                —Pablo, querido. Baja a cenar.
                —Ajá —respondió sin dejar de dibujar un perfecto círculo alrededor de su pezón con ansias de mutilarlo completamente.

Dejó su maravillosa obra de arte para ponerse una gasa que absorbiera la sangre pegada en los bordes con cinta adhesiva, después fue a su armario y se puso un suéter negro de algodón ajustado a su delineado cuerpo. Al bajar las escaleras comenzaba con el pie izquierdo y luego el derecho, una manía, probablemente por ser zurdo.

                En la mesa vio a su poco agraciada hermana comiendo unas tostadas con mermelada en un intento vano de mantener su delgadez, Pablo no estaba seguro, pero suponía que la perra celosa de su hermana se infligía el vómito después de la cena, especialmente cuando él usaba ropa ajustada en su presencia. No entendía ese comportamiento, pero era de las pocas cosas que le hacían reír en la vida. Se quitó un mechón de cabello del rostro, enseñando con desdén su hermoso semblante a su madre quien ponía ante sus ojos un plato con un trozo de tarta de chocolate y crema cargada en calorías, otra forma que había encontrado para torturar a Emilie.

                —Gracias, no sabes cuánto me encanta la tarta.
                —No comprendo cómo te mantienes tan delgado comiendo estas cosas —decía con extrañeza la mujer, quien en su fuero interno no dejaba de maldecir a su propio hijo por su extraordinaria belleza, esa delgadez precisa que la hacía enfurecer como mujer—. Debes tener muchas chicas detrás de ti.
                —No las que quisiera, la verdad —levantó la mirada viendo a su hermana tomar una taza de café–. El café ensucia los dientes —murmuró, bebiendo un vaso de jugo de naranja—, así como otras cosas los ensucian también.

La muchacha le devolvió una mirada llena de odio a lo que acababa de beberse todo el contenido, ella sabía que en realidad se refería a su bulimia y no al café, pues era algo que rara vez bebía.
               —Gracias, mamá. Tengo cosas que hacer —dejó todo en su lugar, las tostadas con suerte habían sido tocadas y la taza de café vacía.
                —¡Esta tarta está deliciosa mamá!
                —Qué alegría que te guste… Pablo —habló, cambiando la conversación—. ¿Dejaron de molestarte en la escuela?
                —Sí, no tienes de qué preocuparte —comió un pedazo que casi no cabía en su boca.
                —Está bien eso… creo.



                A su edad era de esperar que ya hubiese tenido experiencias que implicaran a su cuerpo, las cosas de carácter sexual eran absolutamente parte esencial de su vida. Él definitivamente era un ser especial en su temprana demencia, porque gustaba de aquellas cosas que al común de la gente no le agradaban, es más, quizás el simple hecho de escoger eso que los demás rechazaban le hacía sentirse importante, exclusivo. Su primera experiencia sexual fue nada más y nada menos que con una mujer que a simple vista sufría de obesidad mórbida, la mujer tenía quizás sólo uno o dos años menos que su propia madre, pero desde que la había visto le había excitado tanto que sus primeras masturbaciones fueron en nombre de ella. Incluso si no sabía el por qué, tenía la sensación de que un cuerpo grande le excitaba más, tenía un magnetismo que lo llamaba a querer tocarlo, a querer tomar con sus manos y aprisionar ese pedazo de grasa y piel entre sus dedos, algo que él en su propio cuerpo no podía encontrar. Tiempo después de la mujer mórbida conoció a su actual compañero de juegos, Joaquín.

Joaquín era tan o más vesánico que Pablo, sin embargo, ocultaba perfectamente esa faceta suya bajo capas y capas de amabilidad; ciertamente no era el más apuesto, ya que no pasaba de ser como la media de los hombres, pero su personalidad compensaba bastante, siempre y cuando te mantuvieses lo suficientemente apartado y sin conocer su otra faceta. Era un estudiante de nivel superior, seis años mayor que Pablo; alto con el cabello y ojos negros, tez castaña, labios delgados y con un estilo de vestir austero. Joaquín era de esos que como tradición acompañaban a sus padres cada domingo a limpiar sus pecados; él confiaba que si limpiaba su espíritu los domingos podía volver a las andanzas de lunes a sábado, pues el domingo cuando fuese a disculparse todo estaría saldado, efectivamente: era un hipócrita.

Se conocieron en una fiesta a la que enviaron a Pablo para acompañar a Emilie, la que obviamente no había estado feliz por esa decisión. Tuvieron una pequeña charla junto a la ponchera a medida que Joaquín llenaba el vaso del infante de 14, quien veía esa acción con mirada traviesa.

Desde que andaban juntos —a espaldas de todos— pues ninguno de los dos era exactamente la dulzura en persona, es más, si se veían en público no hacían la menor alusión de conocerse el uno al otro; la mentalidad de Pablo fue evolucionando a niveles antes desconocidos para él, se inició en el sexo anal dejando que su amante le metiera cuanto quisiera por el orificio donde defecaba y claramente en cualquier otro orificio que tuviera en su cuerpo. La mente depravada de Joaquín en cuanto a actos sexuales iba mucho más allá de lo común en un muchacho de esa edad, para él, Pablo era como un juguete o bien un experimento con el cual podía probar hasta qué nivel era capaz de soportar el cuerpo de un ser humano y Pablo, siendo el masoquista que era, se sentía complacido de tocar fondo en cada fibra de su piel rota. Ni siquiera se sentía unido a Joaquín, sólo seguía al encuentro del placer de su propio sufrimiento.
Entre las nuevas prácticas estaba “el dragón”, cosa que nunca había pasado por la mente de Pablo, pero que ahora efectuaba con regularidad para Joaquín cada vez que este lo pedía. Se hincaba ante la erección y chupaba hasta lograr que eyaculara dentro de su boca, se tragaba todo el líquido blanquecino, esperando que Joaquín hiciera su parte, inducirle un estornudo, haciendo que todo el semen saliera por ambas cavidades nasales del menor sobre sus propios pantalones y el suelo, después de tamaño ejercicio llegaba a retorcerse por la tos, pero tampoco le daba mucha importancia a eso. Otra de las cosas que llevaban a cabo era “el volcán”, aunque ese era más difícil hacerlo funcionar. Juguetes al por mayor eran los que adornaban el cajón secreto del armario de Joaquín, juguetes con los que convertía a Pablo en su esclavo por al menos un rato.



                La última vez que se vieron Joaquín había puesto una idea fija en la mente del menor, algo que aseguraba le daría placer absoluto. Pablo, sentado en la cama con el semen corriendo entre sus piernas y estómago, miró fijamente la mano empuñada del mayor.
                —Voy a meterte esto por atrás.
                —¿Dolerá?
                —Definitivamente, puedo hasta matarte si lo hago mal –dijo en tono serio, prestando atención al cambio en los ojos del castaño, esperando por un momento que mostrara una expresión llena de miedo.
                —Vamos a hacerlo entonces.

Trató de calcular las dimensiones del puño, tomándolo con sus manos en comparación más pequeñas. Imaginó vagamente la sensación de aquello entrando en su aun diminuta entrada, pero más que eso ansiaba que fallara, que lo matara si es que eso podía ser posible, pues no imaginaba cómo aquello sería posible.
El continuo dolor siempre le hacía sentirse vivo, ¿por qué probarse una y mil veces su existencia? Porque todas las imágenes de lo que su vida era le pasaban frente a los ojos como un espectador viendo la televisión, un programa cualquiera, eso era su existencia. Sólo había una cosa que no podía ver en la televisión y era el dolor, ¿cómo es el dolor? ¿Qué color tiene? ¿Suena? Ni hablando en mil palabras podrías explicarlo y era algo que le parecía supremo; la reconstrucción de las células, las formas de defensa incluso cómo la sangre dejaba de fluir y se mineralizaba, ¿no era aquello hermoso? Su cuerpo era perfecto y funcionaba divinamente, si no fuera por su magnífica forma de ser no te advertiría del peligro: el frío, el calor. En un plano más sencillo el cuerpo siempre estaba cuidándose a sí mismo de los entes exteriores.
Totalmente fuera de sí lamió el puño, raspándolo en veces con los dientes, intentando en vano meterlo por entero dentro de su boca.
                —Ven mañana —ordenó,  acariciándole los muslos y la espalda.



                El día en la escuela se le hacía eternamente largo, cada clase era más aburrida que la anterior, además el clima no ayudaba mucho a su estado de ánimo. El salón estaba tan caluroso que sentía el trasero, las axilas, el cuello y los pantalones mojados sólo se transpiración, el aire estaba tan viciado que se hacía difícil el respirar con normalidad y viendo a sus compañeros no era mucho mejor el panorama, sobre todo el de los que estaban con el sol pegándoles en la nuca, el sudor corría en sus sienes y el cabello se les pegaba a la piel.
Se encargó de copiar toda la materia y cuando el maestro hablaba dibujaba figuritas en las esquinas de su cuaderno, algunas con semejanza humana brutalmente masacradas, animales o sólo rayas. Se mordía el labio, devorándose la piel que sus dientes cortaban; el calor era tan desesperante que no procesaba la información. Al llegar la hora de salida se marchó no de los primeros como había sido su deseo, sino casi de los últimos, pues no iba a levantar sospechas a esas alturas del partido.

Tomó el bus que más cerca lo dejaba de casa del moreno. Joaquín le había dicho que esa semana la tendrían para ellos solos, pues sus padres se habían ido a una especie de retiro para pagar una manda o alguna tontería así, él siempre los acompañaba, pero en esta ocasión se había hecho pasar por enfermo para quedarse específicamente a joder con él. Los vecinos no tenían nada que decir al respecto y menos de las visitas de Pablo, ya que suponían que se trataba de un chico que iba a tomar clases de repaso, así como otros habían hecho antes.
              —Llegas tarde —le reprendió apenas terminó de cruzar el umbral, cerrando la puerta inmediatamente y bajó la sonrisa falsa que tenía en los labios para terminar de fumarse el cigarro que había ocultado tras su espalda—. Tu mano.

Pablo se la ofreció suavemente a lo que el mayor sólo la cogió con fuerza para voltearla y apagar la colilla en su palma. El castaño frunció los labios acallando el grito de dolor.
              —No vuelvas a hacerme esperar.
              —No… —miró la piel ardiente que se enrojecía rápidamente como respuesta al ataque recibido.
              —No conseguí el guante —mencionó, llevándose un vaso de whisky a la boca—; pero cualquier guante va a servir de todos modos… Tengo algo nuevo —sacó una bola negra con dos tiras elásticas, una a cada lado—. Acércate.  —Pablo abrió la boca, dejando la lengua bajo la pelota negra —era incómoda—, entorpecía la respiración y la saliva empezaba a caer en dos surcos a los costados de su boca.

No hacían el rito de juegos previos, menos teniendo en consideración la erección que Joaquín ocultaba bajo la bata. Éste le abrió la camisa con cuidado, porque tenía que llevársela puesta de regreso a casa, lo mismo con el resto de la ropa y esos eran sus únicos indicios de bondad hacia el menor, de ahí y sin más ropa por delante tenía la opción de magullar lentamente ese cuerpo, marcándolo por completo.
              —Cortes nuevos…

En un solo movimiento lo agarró del cabello volteándolo, buscó la entrada con los dedos y dirigió su pene al interior de una vez. No era algo que le sorprendiera o llenara de gozo, el placer no venía en ese instante de las penetraciones sino del dolor que sentía mientras le tiraba el pelo con tanta fuerza que casi iba a arrancárselo. El moreno lo puso de rodillas en el piso y le estampó el rostro contra el mismo para dejarlo en posición más favorable para recibir todo lo que iba a darle. Las embestidas con insaciable fuerza iban acompañadas de extensos rasguños  a lo largo de la espalda de Pablo quien se sentía desbordado por un sofocante calor, la pelota de goma no le dejaba respirar y babeaba tanto como un perro sin alimentar, su cuerpo sudaba hasta casi hacerle deslizar sus rodillas en el suelo en el continuo ir venir.

Joaquín le dio algunas nalgadas y se desapareció unos segundos antes de volver con esposas, con las que inmovilizó los brazos y manos del castaño tras su cabeza. Pasaron algunos segundos en los que Pablo sólo pudo oír los sonidos de algo que se rompía, como alguien rajando un pedazo de cartón, entonces de pronto algo líquido y frío fue esparcido entre sus piernas, seguido de otra cosa que no supo identificar la que se adentraba en su ano. No era nada más que bolas chinas, 5 de ellas, las que iban aumentando de tamaño cada una seguida de un hilo grueso.
              —¿Te gusta esto, perra? —se burló, sabiendo que no habría respuesta.

Cada bola se sentía diferente y extraña a medida que aumentaban. Cuando el mayor terminó con ellas no se conformó y tomó otro de los juguetes que tenía a disposición, un dildo púrpura con puntas de goma el cual introdujo junto a la última bola, seguido a eso incorporó un consolador de menor tamaño en su propio recto y lo encendió para que vibrara, se mordió los labios con gozo y tomando posición detrás del menor introdujo su pene también; en suma, Pablo tenía las bolas chinas, el dildo púrpura y el miembro de su amante, todo al mismo tiempo y creyó que se iba a romper. No pasó mucho tiempo antes de que eso se hiciese realidad y entre tanto sudor a su alrededor no notó la sangre que empezaba a correr en sus muslos.

Estaba extasiado entre el dolor, el ardor, el ahogo y el placer de las penetradas, como en un profundo trance, le encantaba todo lo que estaban haciendo con él. Quería cambiar de lugar, no seguir en el suelo de la sala donde estaban, quería subir al cuarto de Joaquín y ver que lo penetrara de esa forma tan peculiar que tenía. Joaquín también era adicto al dolor y estaba iniciado en el uso de ganchos, los traspasaba en la piel de la espalda y en las piernas y se elevaba en el aire, algo que a Pablo le daban ganas de hacer también, pero por su edad no le era permitido. Respiró hondo al sentir que se correría, conteniéndose.
                —No puedes… acabar antes que yo —dejó de empujar y cogió un elástico, con el cual amarró el miembro de Pablo en la base, aquello le hizo dar un alarido de dolor ahogado en su saliva.

El moreno continuó penetrándolo hasta que por fin se vino dentro, sin ninguna consideración como era habitual. Suspiró, sacándose el vibrador que usaba en su trasero y cayó sentado en el piso, jadeante por lo delicioso de la cogida. Contempló el marcado cuerpo del niño que tenía el gusto de poseer todos los días, al menos esa semana, y una sonrisa traviesa le iluminó el rostro, había pasado mucho desde la última vez que tuvo un juguete como ese durante tanto tiempo, le había dado la opción de prestar su cuerpo a su experimentación, sabía que iba a romperlo en algún minuto y ciertamente no le preocupaba.

Se relamió los labios, pues ahora venía esa parte que tanto había esperado, no la quería hacer antes de mínimo haberlo penetrado unas cuantas veces, en caso de que algo saliera mal y tuviera que enviarlo a casa inmediatamente. A decir verdad había mentido, no tenía ningún guante para la práctica que había visto en vídeos porno tantas veces, pero lo haría de todas formas, más después de hacerle el favor de prepararlo con bolas chinas. Quitó el artículo púrpura, viendo cómo se estremecía el delgado cuerpo, no se aguantó las ganas y al verlo con su trasero tan dispuesto hacia arriba lamió la parte trasera del muslo hasta el trasero con increíble gula, incrustando las uñas en sus caderas; luego del impulso sacó las bolas una a una y observó la dilatación del ano y cómo temblaba comprimiéndose por la intromisión de aquellos aparatos.
                —Tengo una linda vista aquí… —habló suavemente, acariciando el esfínter con los dedos índice y medio.

Estrujó la botella de vaselina en su mano derecha y la esparció con la izquierda hasta poco más abajo del codo, a continuación estiró su mano en forma de paleta y la acercó al esfínter con lentitud.
                —No te muevas, mocoso. Ni un solo movimiento.

Pablo se inquietó con esas palabras, habían quedado en que iba a meterle el puño, estaba consciente de lo grave que podía resultar eso, pero ansiaba que en lugar de causarle algunos daños terminara por romperlo completamente. Sintió los primeros dedos e hizo fuerza para ayudarle a entrar, como si fuera a defecar, aunque la sensación que tenía era completamente a la inversa. A Joaquín le estaba excitando ver su mano sumergirse en ese trasero de nalgas redondas y pálidas que le encantaba, su mano estaba caliente, tocando los costados del recto, jadeó deteniendo su mano y con la otra comenzó a masturbarse ante la imagen. Los testículos le sudaban y no podía decidir entre seguirse consintiendo o seguir penetrando a Pablo con la mano, necesitaba la otra mano para sostenerlo, porque se le resbalaba con la transpiración. Dejó su erección de lado, aun quería seguir metiendo su mano en ese agujero estrecho. Tomó la cadera y continuó penetrándolo con la mano, viendo si podía lograr hacerla entrar por completo y en ese instante sintió que pasó a llevar algo con la uña, pero no le dio mayor importancia y prosiguió hasta perder de vista la mano en el ano del castaño, sólo su muñeca era visible. El menor no dejaba de jadear, quería que le sacara el elástico de una vez y se quejó más fuerte para darle a entender eso.
                —Ah… cierto —le quitó el elástico velozmente, sin sacarle la mano del recto.

A penas estuvo sin el elástico eyaculó el suelo como una explosión de semen, tenía la mano de Joaquín aplastando literalmente su próstata, lo que hizo de su orgasmo algo monumental. La mano adentro definitivamente no lo había roto en dos, pero ya estaba siéndole incómoda. El mayor se masturbó hasta acabar nuevamente y retiró su mano del interior del niño castaño, dejando su esfínter enorme que con los reflejos involuntarios que tenía parecía que hablaba. Miró el reloj de pared y le quitó la pelota de goma de la boca y las esposas.
              —Son las 7… Bueno, casi las 8, tienes que irte a tu casa. Date un baño, vístete y desaparece.

El moreno se levantó con las piernas temblándole por la cogida y tomó los juguetes para lavarlos y después guardarlos en su escondite secreto. Pablo se quedó descansando un tiempo, con cortas oleadas de placer aun recorriéndole el cuerpo, pero pronto el dolor sustituyó cualquier otra sensación, seguía vivo, pero dolía.
              —¡Carajo!

No se dio cuenta de cuándo Joaquín había regresado, pero al escucharlo dio su máximo esfuerzo en voltearse y miró atónito el charco de sangre que le rodeaba, como había tanto calor pensó que se trataba de sudor, pero hace mucho que aquello ya había dejado de serlo. Consultó al mayor de ambos con los ojos, no encontrando respuesta alguna al hecho.
              —¿Qué vamos a hacer?
              —¿Vamos? ¡Vas! Te tienes que ir ahora de mi casa a algún hospital o a morirte a otro lado —le contestó severo.
              —¿Me estás jodiendo Joaquín? Llévame a mi casa o llama una ambulancia —ordenó.
              —Mira, mocoso, yo te dije de las consecuencias de esta mierda, así que no vengas a culparme de lo que te pasó. Además, bien que te gusta el dolor y que yo sepa no te importa morirte.
              —Me gusta el dolor porque me calienta, pero ya se me está quitando el efecto. Dame el teléfono, llamaré que venga una ambulancia —extendió la mano, pero el moreno en lugar de acercarse se alejó con el dispositivo inalámbrico—. ¡Dame el puto teléfono Joaquín!
              —¡Ni de broma! Sabes que si llamas de acá me vas a dejar al descubierto con los vecinos. ¡Todos se van a preguntar por qué hay una ambulancia!
              —Ese no es mi problema.
              —Tampoco es el mío —le tiró la ropa a la cabeza y lo arrastró de las piernas hasta la entrada de la casa como quien saca un animal a la calle—. ¡Vístete y vete! ¡Vete a morir a otro lado!
              —Al menos dame algo para la contención de la sangre, algún algodón o gasa, lo que sea para metérmelo por el culo.

Si con eso conseguía sacarlo de su casa lo haría, fue por algo para contenerle la sangre y sólo encontró unas gasas las que enrolló como si se tratara de un tapón y se la ofreció. Pablo las miró sin buenos ojos y se las introdujo, una nueva oleada de placer le llenó por dentro y gimió con los ojos cerrados, vio otra erección en el mayor y se arrastró para darle una mamada a la polla de Joaquín, jugando con su lengua en el piercing que tenía en esa parte, lamió sus testículos salados y se masturbó con la otra mano empapada en sangre.
              —Mierda… —le tomó la cabeza haciendo llegar su miembro hasta la garganta del menor—. Me pones tanto… —le quitó el tapón de gasas y aprovechando que tenía el ano colmado de sangre volvió a meterle la mano, ahora lo hacía como si el brazo fuera otra extensión de su propio pene.
              —¡Ah…! ¡Ah…! —gemía envuelto en placer y cansancio por la evidente pérdida de sangre que experimentaba.
              —Ay… mocoso, me vas a matar… —le siguió penetrando al tiempo que frotaba su erección contra la pierna de Pablo.
              —¡Métemelo más fuerte!

Pablo dejó que Joaquín le eyaculara encima y que después lamiera su cuerpo, chupando la mezcla entre sangre, semen y sudor; cuando terminó en su propia mano se volvió a poner las gasas que ya no resistían la sangre como antes. Se vistió hecho un asco, amarrando el suéter del uniforme a su cintura para que no se notara que sangraba y se fue dejando la casa de Joaquín llena de sus fluidos.

Al poco andar se encontró con una cabina telefónica y en lugar de usar el dinero para llegar a casa pensó en algo que realmente quería hacer. Metió unas monedas y esperó por una respuesta.
              —¿Aló? ¿Policía?


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              Al final de esta historia tenemos a un Joaquín preso por la denuncia en su contra que interpuso Pablo, ya que en el vulnerable estado en que lo encontró la policía no necesitaban más pruebas, menos teniendo en cuenta que el semen que se había encontrado en su cuerpo coincidía. Pablo, siendo menor de edad, lo acusó de amenazas reiteradas hacia su persona, de abuso sexual y lesiones graves con riesgo de muerte. Pablo no sólo había comentado todo lo que le había obligado hacer, sino que además lo expuso de sus prácticas con juguetes sexuales, con ganchos e incluso el piercing que tenía en el pene lo detalló exactamente. Por sus severas heridas quedó en el resguardo del hospital durante algunos meses y con ayuda psicológica para afrontar los crímenes que había sufrido. Pablo estaba seguro de que nunca había llorado, así que tuvo que aprender a hacerlo en tales circunstancias.
              —No sé si pueda ser capaz de seguir viviendo con esto tan terrible que me ha pasado…
              —Yo te daré el apoyo que necesites, quiero que confíes en mí, ya que soy tu psicóloga. Vamos a tener sesiones semanales las que después se darán en intervalos de más tiempo. Lo más importante es que me digas todo lo que sientas.
              —Ahora me siento mal, me siento… humillado… Un poco hombre —musitó.
              —¡Disculpen! —Aparecieron una enfermera acompañada de un ayudante que empujaba una camilla con una persona sobre ella—. Necesitamos poner a este paciente aquí, ya que tenemos saturadas las otras habitaciones.

Pablo observó que se trataba de una chica que estaba dormida, tenía un ojo cubierto por una venda, así mismo un vendaje delgado en el cuello, pero en el punto donde se fue su atención fue en el muñón que tenía en la pierna izquierda y el otro en su brazo izquierdo, algo que le fascinó.
             —Un accidente automovilístico, ha sido un hecho lamentable —le quejó la enfermera y luego dividió la habitación con una cortina.
              —¿Qué piensas Pablo? —consultó su psicóloga, quien no se había dado cuenta del cambio de expresión del menor.
              —Que la vida es bastante cruel… Pero que es un alivio que esa chica pueda seguir viviendo, ahora pienso que mi dolor no se compara con el de ella —fingió un bostezo.
              —Oh, sí, claro. Vendré para nuestra próxima cita.
              —No es necesario que se vaya —bostezó.
              —No, no te preocupes, Pablo —sonrió.

              Después de echar a la psicóloga se acomodó en su cama con los brazos detrás de su cabeza y esa noche durmió mejor que en todas sus anteriores noches en el hospital; soñó con la chica a la que le faltaban el brazo y la pierna, ambos tenían sexo, él la penetraba mientras chupaba el muñón de su brazo el que después ella le metía por el ano. Un hermoso sueño que pensaba cumplir en poco tiempo.




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